Ferrán Gallego, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona
'Auschwitz: las razones de la barbarie'
En vez de intentar plantear lo que en general es sobradamente conocido o notificado en documentales, series de televisión o películas oscarizadas -si se me permite usar la horrible palabreja-, voy a tratar de comentar lo que no se sabe porque no se quiere conocer; esto es, las razones que condujeron al exterminio de Auschwitz. Además, las razones en el doble sentido que la concepción del término razón requiere: el uso de nuestro entendimiento, de nuestra razón, por un lado para, por el otro, comprender que hubo motivos premeditados, o razones, que provocaron el Holocausto. Sé que nadie es ajeno a las imágenes de un campo de concentración, ya que frecuentemente se nos ofrecen escenas de tan terrible paisaje; pero esta perpetuación del espectáculo y la consecuente familiarización con éste no siempre significa el conocimiento de cómo se llegó a ello. De hecho, lo de Auschwitz tal vez se haya normalizado hasta el punto de arder en su propia intensidad; hasta el punto de ser algo efímero, reiterativo, cuya eficacia concluye cuando salimos de la sala donde hemos visto el documental de turno al respecto. Pues bien, para acabar con esa quietud moral, con una materialización absorta del espectáculo, con esa falsa conmoción por la que parece que ya hemos cumplido, iremos viendo las razones auténticas que lo motivaron y los motivos para no olvidarlo.
En primer lugar, debo aclarar que Auschwitz es un lugar concreto, el nombre alemán de una pequeña población polaca; no obstante, yo lo utilizo como concepto necesario para entender su historia y la actualidad de esa historia. Es un lugar que comparte, junto con Hiroshima o Coventry, por ejemplo, el dudoso privilegio de ser un punto histórico importante y de haberse convertido, por desgracia, en un universal, en una abstracción; por eso, cuando lo mencionamos, no sólo estamos refiriéndonos a un sitio del mapa, sino también al exterminio, a la exclusión racial y radical, a la masacre del disidente que lo es no por lo que dice, sino simplemente por lo que es, una diferencia a la que uno ni siquiera puede renunciar, aunque quisiera, y que le cuesta lo único que tiene: la vida. Así que empecemos, precisamente porque Auschwitz, como cualquiera de los otros campos de exterminio, es un lugar concreto, por tratar de escapar de las trampas que nos tiende el pasado.
La primera trampa que nos tiende el pasado es serlo del todo; es decir, ser olvido, ser un material de archivo. Y la primera forma de olvidar Auschwitz es tratar de evitar el recuerdo concreto o de sublimarlo en una masificación. Somos capaces de recordar la imagen de montañas de cadáveres desnudos, despersonalizados; las imágenes pavorosas de sus objetos, de las montañas de zapatos vacíos, de gafas que pertenecieron a alguien, de fotografías muertas, desalentadas, de niños sonrientes, de pertenencias familiares que tuvieron sentido en poder de algún ser humano concreto luego desaparecido. Pues bien, esos objetos de uso cotidiano sólo adquirieron el valor que los verdugos consiguieron tras expropiar a las víctimas no sólo su vida, sino también estos mismos, su riqueza personal. Además, esa imagen de montañas de cadáveres desprendidos de su dignidad que, por motivos higiénicos, debían ser apresuradamente arrastrados a fosas comunes y enterrados en ellas con maquinarias, de su muerte casi unánime, puede tener una función peligrosa multiplicada. Hablar de los seis millones de judíos que fueron asesinados puede multiplicar esa cifra por cero y convertir el suceso en una abstracción, lo que significa que volveríamos a hacer lo que ya hicieron sus verdugos: resumir la vida irrepetible y el asesinato de cada uno de ellos en una simple cifra, en un número. La mayoría de las veces comentamos la mortandad para dotar de empaque a nuestro discurso moral, para desprender rigor y cierta eficacia; sin embargo, suelen ser cifras tan inabarcables que resultan del todo anestesiantes, como auténticos estupefacientes morales que no son fácilmente digeribles y que, siendo así, se convierten en una mera frecuencia estadística, una variable con la que los historiadores y los sociólogos trabajamos, a veces, desde una reprobable frialdad, sin tener en cuenta que, detrás de cada número, existe una vida cancelada, alguien que tenía sueños, que se enamoraba, que tenía un futuro por delante y que fue apartada porque otro alguien consideró oportuno que esa vida no merecía ser vivida.
Por tanto, está bien hacernos eco de esa terrible lista de injustas muertes, pero siempre recordando que, tras cada nombre, cada número, hay un individuo. Y, si no, piensen por qué nos resulta conmovedor el recuerdo de una persona como Ana Frank y su famoso diario, por ejemplo; sin duda alguna, esta conmoción se debe a que atendemos a la persona, a la singularidad de su vida. A través de su historia particular, conectamos con la cotidianeidad de una adolescente llena de ganas de vivir en medio de una guerra injusta -si es que hay alguna que no lo sea-. Y lo mismo ocurre con la historia de Marta Müller, estudiante de violín católica, de la Rosa Blanca, de Munich, y decapitada a los 20 años; o con la del vendedor de libros usados que se arrojó sobre las alambradas para morir con rapidez al enterarse de la muerte de su esposa y de sus hijos, o con la del campesino ruso que murió de frío incapaz de soportar la desnudez y el agua helada que le arrojaban los guardias para que su muerte sirviera de advertencia al resto. Efectivamente, esos casos concretos, con nombre, con apellidos, con una historia, con un futuro amputado la mayoría de las veces, nos conmueven porque accedemos a algo más que a un número; por eso mismo, no podemos volver a catalogarlos como si fueran mercancías válidas solamente por constituir, todas juntas, una cantidad ingente con un padecimiento unánime, una muchedumbre martirizada. Lo que debemos hacer es recordarlas de una en una y dotarlas de la validez que les corresponde incluso en el momento solemne de su muerte. Sólo así les haremos justicia.
jueves, 31 de enero de 2008
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