jueves, 28 de febrero de 2008

Para ir abriendo sabor de boca, y antes de la publicación aquí en el blog del díptico con toda la información acerca de las próximas Jornadas, aquí dejamos algunos extractos de obras sobre diferentes aspectos del tema; interpretaciones en parte complementarias, en parte contradictorias, y que han generado, y generarán en marzo, un interesantísimo debate.


Fascismo, nazismo, estalinismo:

Frente a una democracia liberal en crisis, durante el período de entreguerras se instauran nuevas formas de gobierno, los regímenes totalitarios, cuya característica fundamental es adaptar el proceso autoritario al problema de la integración de las masas. No se contentan con desmantelar la oposición y controlar las élites susceptibles de constituir un peligro, sino que pretenden también dominar la sociedad civil, incluso en la esfera privada de la vida de sus ciudadanos, acabando así con la distinción entre dominio público y dominio privado y oponiéndose radicalmente, por sus prácticas, a los valores fundamentales de la democracia liberal. Representado por tres regímenes que no dejan de tener sus diferencias, el totalitarismo puede, a pesar de todo, analizarse como la expresión de la práctica autoritaria adaptada a los nuevos aspectos de las sociedades del SXX.

SERGE BERNSTEIN, en Los regímenes políticos del SXX. Para una historia política comparada del mundo contemporáneo.

Fascismo y la herencia del antidemocratismo/elitismo decimonónicos:

La bohème dorée empezó sus andadura romántica precisamente condenando la vulgaridad, el utilitarismo y la estrechez de miras espirituales de los burgueses; 1848 y, sobre todo, 1871 le enseñaron a respetar al buen burgués y a buscar a los enemigos de la excelencia más bien en los “siniestros pululadotes de las honduras de las tinieblas subterráneas”, en el “mundo inferior y terrible”. Y a buscarlos de modo completamente político. (…)
Pues bien; con esa idea juega asimismo Nietzsche, y como cabe esperar de su extraordinario talento, con mucha mayor consecuencia.
El helenista Nietzsche se toma tan en serio la consigna de la excelencia artística amenazada por la vulgaridad del mundo moderno plebeyo, salido de madre desde la Revolución francesa, que no se contenta con la etiología del siglo transcurrido desde 1789 … Los liberales doctrinarios podían oponer sencillamente a los que “saben” de los que “no saben”. Pero Nietzsche cree saber que “el saber” forma parte de una cultura … que no sólo ignora que depende ella misma de la existencia de un contingente de esclavos, sino que da irresponsablemente a los esclavos infundadas esperanzas de salir de su condición: les promete una igualdad civil que inexorablemente tiene que acabar en igualdad política –en democracia-; les hace abrigar las falsas esperanzas de una universalización de la cultura y de la felicidad. Y la depositaria por excelencia de ese saber apolíneo no es ella misma sino una “voluntad de poder” de mediocres que han de ser también dionisíacamente sometidos y colocados en sus sitio.
El viejo motivo antiburgués de los tiempos heroicos de la bohème dorée anterior a 1848 lo lleva Nietzsche hasta el final, quiere decirse, hasta la condena expresa también del liberalismo antidemocrático –del tibio “oligarquismo isonómico”.
Si una “alta cultura” necesita esclavos, y además, un “ancho cuerpo” intermedio de “mediocridad robusta y sanamente consolidada”, el caso es que esa mediocridad puede salir respondona, y con su “voluntad de poder”, acabar abriendo neciamente las puertas de los galpones en que malviven los esclavos:
Una cultura superior sólo puede surgir allí donde hay dos castas sociales bien diferenciadas: la de los trabajadores y la de los ociosos capaces de verdadero ocio. O dicho con expresión más fuerte: la casta del trabajo forzado y la casta del trabajo libre. El punto de vista de la distribución de la felicidad no es esencial cuando se trata de la producción de una cultura superior. Si hubiera un intercambio entre ambas castas, entonces habríase arribado a un estado, desde el cual sólo alcanza a verse el mar abierto de los deseos indeterminados. Así, nos habla la voz agonizante de la época antigua. Pero ¿dónde hay aún oídos para escucharla?
Pronto habría de haber en el continente europeo muchos oídos dispuestos a prestar atención a esa “voz agonizante”, que supuestamente habla de romper la igualdad civil formal posnapoleónica, de diferenciar en “castas” la vida social, del cese civil, en suma, de quienes viven por sus manos –no sólo de su mantenimiento en la inexistencia política, como quiso el liberalismo doctrinario de la primera mitad del XIX-, como único medio de producir una cultura verdaderamente “superior”.

ANTONI DOMÈNECH, “Demofobia, después de 1848”, en El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista.

Acerca de su base social y su vinculación con el liberal-capitalismo:

También Hitler y Mussolini, también Shmitt y Pareto quieren que el Estado “tenga límites”, incluso grandísimos límites. El asunto es ¿qué límites?. (…) El Estado está obligado a –y sólo le es moral y políticamente permisible- defender lo que con más fortuna publicística que acierto científico ha venido en llamarse “derechos negativos”: propiedad privada, igualdad ante la ley, etc. El problema es que la defensa de esos supuestos “derechos negativos”, que ahora está de moda contraponer a unos supuestos “derechos positivos” (a trabajar en condiciones dignas, a tener una cobertura pública cuando uno está en paro, a la instrucción pública gratuita, etc), tienen también costes de intervención para el Estado.
(…) En cualquier caso, y si quisiera formularse en estos términos, una cosa sería cierta: defender con los medios del Estado la libertad “negativa” de la oligarquía italiana en 1922 y de la oligarquía alemana en 1933, defender la “libertad” del “señor de su casa”, …, tenía un coste, de tan alto, casi prohibitivo: la loi politique totalitaria. Por eso pudo Hitler dar por cosa sobreentendida al selecto grupo empresarial reunido el 20 de febrero de 1933 en el domicilio berlinés de su lugarteniente Hermann Göring que la inconcusa propiedad privada de tan respetables huéspedes no podía sobrevivir ya en una democracia un poco seria.

ANTONI DOMÈNECH, “”, en El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista.

[Para la lectura marxista] el auge de todo tipo de conflictos sociales y políticos hace que queden al descubierto las limitaciones de la concepción del mundo liberal-capitalista. Entonces, la confianza en el “ajuste natural” de las partes en conflicto ya no puede mantenerse y si se quiere asegurar la armonía del sistema hay que acudir a un nuevo orden político capaz de garantizarla. La identificación entre liberalismo y propiedad hace que tenga que elegirse entre la democracia como régimen político y la propiedad privada como base del capitalismo, pues parece que aquélla es ya incapaz de asegurar el tránquilo funcionamiento de éste.
Harold Laski resume el núcleo de esta interpretación escribiendo: el sistema económico, que se ve amenazado en sus cimientos, se arma para impedir su destrucción; pero cuando las ideas recurren a las armas ya no queda sitio para la doctrina liberal, para las maneras de una sociedad deliberante.
(…) Por otro lado, podría afirmarse con Ernst Nolte (1971) que el fascismo se encuentra respecto de la burguesía en una relación de identidad no idéntica. Por un lado quiso ser el campeón de la principal intención burguesa, la lucha contra el socialismo, pero emprendió esa lucha con métodos y fuerzas que eran extrañas a la tradición burguesa y liberal, tanto intelectual como vitalmente. Además el fascismo significó el sacrificio de importantes capas de representantes políticos habituales de la burguesía y su sustitución por nuevas élites que controlaron desde entonces el aparato del Estado (…) Por último, y más crucial, están las investigaciones de Allan Milward (1976) y otros sobre la política económica del nazismo. Pese a llevar a cabo políticas que en muchos casos se oponían a los intereses de las clases trabajadoras, no preservaron, propiamente hablando, el sistema capitalista, sino que cambiaron las reglas del juego económico de tal manera y supeditaron los intereses del sistema económico al sistema político hasta tal extremo, que comenzó a surgir un nuevo sistema, aunque éste nunca llegara a realizarse plenamente. Es cierto que la propiedad privada, los grandes monopolios y el lucro empresarial se mantuvieron, pero, en su opinión, lo hicieron cada vez más sujetos a mayores restricciones por parte del poder político que reguló su uso y distribución. Las políticas económicas, al igual que otras políticas sectoriales, estuvieron siempre más determinadas por la ideología que por consideraciones de utilidad e intereses económicos. Dicho todavía de otro modo, aun cuando es perfectamente cierto que banqueros, industriales y terratenientes italianos y alemanes apoyaron y financiaron con fuertes sumas a los partidos fascistas, colaborando así decisivamente a su triunfo, también lo es que estos grupos nunca llegaron a hacer de ellos “meros monigotes” a los que pudieran manejar a su antojo.Y esto se aplicaría más al modelo nazi que al mussoliniano debido, entre otras razones, a la mayor capacidad de profundización y extensión del poder total en el primero de ellos (…). Si Allan Milward tiene razón, nos hallaríamos, al menos en el caso del modelo nacional-socialista, ante la transformación del régimen productivo capitalista por otro régimen, acaso mucho más terrible y despiadado, pero distinto al fin.
Todo esto no quiere decir, sin embargo, que una parte fundamental de la estrategia de los fascismos no fueran las alianzas y los compromisos a los que llegaron con partidos conservadores y de derecha radical para la protección del statu quo. Simplemente se trata de volver a reflexionar sobre si los fascismos como fenómeno político no exceden la explicación en términos estrictamente clasistas, aun cuando éste siga siendo un componente esencial en su análisis (…).

RAFAEL DEL AGUILA, “Los fascismos”, en Historia de la teoría política (F.Vallespín dir.), Ed.Alianza; tomo 5.

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